El fútbol como política
El fútbol es lo que es porque pone en liza y celebra lo que nos hace diferentes, sin necesidad de consenso
El fútbol comenzó a ser estudiado como fenómeno social en la medida en que se le consideró ‘problema’
Fútbol y violencia son dos conceptos hermanados en nuestro imaginario colectivo. En cualquier conversación sobre el deporte rey que trascienda la mera noticia de actualidad, aparece, como activado por un resorte, el asunto de la violencia en los estadios. La intelectualidad tampoco es ajena a esta asociación. Enel ámbito hispano, la metáfora más utilizada para definir la dimensión social del fútbol es la de guerra danzada,acuñada por el escritor Eduardo Galeano en El fútbol a sol y sombra (1995). Igualmente, la paráfrasis de la famosa sentencia de Carl von Clausewitz que el escritor francés Pierre Bourgeade realizó en 1981 apuntando que «el fútbol es la guerra continuada por otros medios» es una de las frases más citadas en los estudios que intentan ayudar a comprender lo que el fútbol significa a nivel social.
El fútbol, para la mayoría de los estudiosos de un fenómeno que trasciende lo meramente deportivo, se resume en un baile de bandos enfrentados, cada uno de los cuales representa, de alguna manera, a una comunidad imaginada. Política, raza, género, sentimientos de pertenencia regionales y nacionales, todo se mezcla en la grada que rodea al rectángulo verde donde se disputa el balón, y este cóctel desemboca, inevitablemente, en manifestaciones violentas de distinto grado: insultos, agresiones, incluso asesinatos.
Cabría preguntarse, sin embargo, si estas manifestaciones violentas se deben realmente a la esencia del fútbol como fenómeno social o si la razón de las mismas ha de buscarse en otros ámbitos, más allá de la grada. Igualmente, cabe cuestionarse sobre la validez de la identificación del fútbol con la guerra, con el enfrentamiento de carácter violento, pues estas dos cuestiones, íntimamente relacionadas, han determinado y determinan hoy día tanto el modo en que nuestro imaginario contempla el deporte del balón como el sesgo de los estudios sociales del fenómeno futbolístico.
Comencemos por la segunda de las cuestiones. Se debe recordar que el nacimiento histórico de los estudios sociales sobre fútbol se produce en Inglaterra en la década de los setenta y se afianza en la siguiente, cuando el cada vez más extendido fenómeno del hooliganismo es acometido desde el gobierno de Margaret Thatcher como una suerte de cáncer social, sobre todo a raíz de las tragedias de Heysel (Bruselas, 1985) y de Hillsborough (Sheffield, 1989), que produjeron una terrible alarma social. Dicho de otro modo: el fútbol comenzó a ser estudiado como fenómeno social en la medida en que se entendió como un problema para el que urgían soluciones inmediatas. Esta declarada voluntad terapéutica de los primeros estudios sobre la dimensión social del fútbol ha determinado el cariz de la mayoría de los posteriores, en la medida en que tienden a subrayar la parte enferma del cuerpo, aquella que ha de ser curada, que necesita intervención. Sin embargo, el contexto social de aquellos primeros estudios sobre fútbol ha cambiado sobremanera. En la temporada pasada, por ejemplo, las cinco competiciones profesionales de fútbol en Inglaterra han tenido una asistencia acumulada de nada menos que 31.396.043 espectadores, quienes no han protagonizado incidentes reseñables. En este sentido, ¿se puede realmente seguir hablando del estadio de fútbol como en los años ochenta, es decir, como un ámbito dominado por hinchas violentos que hacen del mismo su coto particular? Sin duda ninguna: no. Es cierto que el fútbol no es un ámbito ajeno a otros problemas sociales – fundamentalmente el racismo, el machismo y la homofobia-, pero dista mucho de ser el campo de batalla cuyo retrato nos legaron los estudios de los años ochenta y que acríticamente han asumido tantos pensadores, que siguen describiéndolo hoy como un ámbito de exaltación contra el enemigo, y mucho menos es fuente de tales problemas, sino, más bien, un reflejo.
En lo referente a la asociación fútbol-guerra, por otro lado, es cierto que el fútbol debe gran parte de su enorme atractivo mediático y social al hecho de que en el estadio son dos bandos los que se desafían, y que estos se presentan sobre el terreno como enemigos irreconciliables, cuya mutua aversión nadie sabe con certeza cuándo y por qué nació pero se asume como natural e irrevocable. Sin embargo, ¿es suficiente la existencia de bandos enfrentados para metaforizar el fútbol como una especie de guerra? Probablemente no. Conviene recordar que en el acontecer de la contienda bélica subyace el deseo de eliminación del otro-diferente. En toda guerra hay un anhelo de solución final, de deshacerse del otro de una vez y para siempre. Toda guerra pretende ser la última. A diferencia de esto, sin embargo, en el fútbol se asume al bando contrario como necesario para el mismo acontecer del juego. Sin el otro-diferente, sin el rival histórico e irreconciliable, no hay partido, no hay fútbol. Así, en el campo de juego no atendemos tanto a un enfrentamiento en el que se busca la eliminación del otro, sino a un encuentro en el que se escenifica la diferencia, entendida como una oposición por principio de la que nace el juego, la pasión, el partido.
El matiz es sucinto, pero fundamental: la guerra nace de la constatación de la diferencia, pero pretende terminar con ella. El fútbol comparte origen, pero se alimenta de la diferencia y se debe a ella. El fútbol es lo que es porque pone en liza y celebra aquello que nos hace diferentes, sin necesidad de consenso, de convencimiento de unos a otros y mucho menos de supresión del contrario. Vosotros sois blancos, nosotros azulgranas y ambos nos necesitamos para hacer del partido lo que es.
Así, nos encontraremos con que el campo de fútbol es hoy día en nuestra sociedad uno de los pocos ámbitos en los que se abandona la pretensión de homogeneidad y la diferencia se asume como necesaria y mutuamente enriquecedora. En el estadio, el espejo invertido de nuestro rival es necesario para que nosotros nos entendamos como lo que somos, blancos o azulgranas. Quizá por ello, la metáfora más adecuada para entender lo que el fútbol es hoy en las sociedades occidentales no sea la de la guerra, ni siquiera la danzada, sino la de la política democrática, entendida como un ámbito de escenificación de un disenso tolerante y tolerable. En palabras del filósofo Daniel Innerarity, la política viene a ser «la instancia en la que hacemos valer nuestras discrepancias más fundamentales, aquellas que no comparecen en otras esferas más técnicas o menos significativas» . Convendremos en que bien podría estar describiendo la grada.
El enemigo interno?
El fútbol parece indisolublemente unido a la violencia. Pero ¿ha sido siempre así? En el inicio de la temporada, nos fijamos en los fundamentos de esta relación, especialmente allí donde el deporte nació y desarrolló su mayor tensión social y política. Para así entender las raíces institucionales de las actitudes racistas y cómo acometer su neutralización
La violencia futbolística en Inglaterra es tan vieja como el mismo deporte, que tiene sus orígenes en la edad media, cuando el fútbol era un juego rural entre pueblos rivales, sin límites de jugadores o tiempo. En 1314, Eduardo II lo prohibió porque temía que los conflictos que provocaban los partidos ocasionasen graves problemas de orden público y de traición a la corona. Las restricciones oficiales continuaron hasta la segunda parte del siglo XVII, aunque la represión no frenó el auge imparable del fútbol como deporte por excelencia de las clases populares ni la violencia asociada con el juego. Con la época contemporánea y la profesionalización del fútbol a finales del siglo XIX, aparecen episodios de violencia entre bandas organizadas, formadas por un público mayoritariamente obrero y masculino y dedicadas a intimidar y atacar a los árbitros y jugadores e hinchas de los equipos visitantes. En el siglo XX, aparecen los primeros ends (fondos), como el legendario Kop del Liverpool, donde los hinchas más apasionados se concentraban en lo que veían como su feudo. Estos grupos estaban estructurados por lo general en las zonas de viviendas obreras de las grandes ciudades. Y ya existían entonces unos derbies salvajes, como en el norte de Londres entre el Arsenal y el Tottenham, que en los años veinte y treinta acababan en batallas campales entre una sección de los aficionados que se armaba con barras de hierro, botellas y navajas. Por lo general, los ataques no eran indiscriminados, aunque siempre existía la posibilidad de que los civiles se encontrasen en medio de la línea de fuego. Lo que buscaban los violentos eran peleas con otros ultras: así, los más audaces podían subir en la jerarquía, ganando estatus y notoriedad por sus hazañas contra el enemigo.
La edad de oro de la violencia llegó con el boom económico después de la Segunda Guerra Mundial. Una combinación de salarios más altos, trabajo estable y transporte público barato hizo posible que cualquier joven obrero viajase por todo el país para apoyar a su equipo, con los puños si fuera necesario. De este modo, lo que antes había sido un fenómeno violento más bien esporádico se transformó en una serie de rivalidades entre ultras de todo el país con un fuerte espíritu local que defendían su fondo del peligro del invasor en estadios sin segregación. Ya fuera, los locales trataban de tomar la zona de los hinchas visitantes, para quienes llegar a casa ilesos se convirtió en una victoria más allá del terreno de juego.
Con unas autoridades relativamente pasivas o permisivas en cuanto a lo que eran muchas veces peleas consentidas entre jóvenes obreros, la violencia se apoderó de los estadios. En los años sesenta los medios de comunicación se obsesionarion con la violencia de las tribus urbanas de jóvenes obreros y llegaron a tratar a los hooligans como un problema social.Con los setenta vino la segregación de los estadios, las vallas y el aumento de la presencia policial. Pero la cultura de violencia estaba muy arraigada entre muchos aficionados, y no es fácil cambiar con la represión estas prácticas tradicionales. Al dificultar la violencia abierta dentro de los estadios, los hinchas se enfocaron en hacer la visita de sus rivales incómoda con canciones amenazadoras y emboscadas fuera de los campos para hacer correr (run) al adversario.
Los setenta – que vieron la crispación de la sociedad británica debido a una crisis económica aguda y el aumento de conflicto social- se reflejaron en nuevos conflictos en los fondos, con la politización fascista del movimiento skin y el aumento del racismo. El racismo de una minoría, a veces respaldada por grupos ultraderechistas, fue aislado en los ochenta, debido a una sociedad civil más tolerante y, a veces, a las acciones de los propios hinchas. Por ejemplo, en el Arsenal, los grupúsculos racistas se exiliaron después de una campaña implacable de miembros del grupo izquierdista Red Action (Acción Roja), varios de cuales vivían en una casa ocupada cerca del estadio. Mientras tanto, la violencia se exportó a los estadios europeos. Después de la final de la Recopa del 1972 en Barcelona, los hinchas del Glasgow Rangers se enfrentaron con bastante éxito a los grises de Franco. Con el afán de ganar batallas en el terreno de juego y en las gradas, llegó la tragedia de Heysel (Bruselas) durante la final de la Copa de Europa de 1985 entre el Liverpool y el Juventus. Un grupo de hinchas del Liverpool rompió una valla para hacer correr a los italianos – una táctica muy tradicional en el repertorio inglés- y el derrumbamiento de una muralla produjó la muerte de 39 personas, asfixiadas y aplastadas. Lo que había sido durante más de un siglo un asunto doméstico, se convirtió en la enfermedad inglesa,lo que puso en entredicho el buen nombre de Gran Bretaña entre los países europeos.
A partir de entonces, las autoridades británicas declararon la guerra abierta contra los hooligans.Ese mismo año, el gobierno de Margaret Thatcher formó un gabinete de guerra para luchar contra lo que la primera ministra describió como el enemigo interno:los hooligans.Para facilitar las nuevas medidas represivas, los medios lanzaron una campaña propagandista contra el fútbol. Hay que recordar que la nueva represión contra los hooligans coincidió con una ofensiva gubernamental contra los sindicatos y la clase obrera organizada. El clasismo entre una élite que practicaba el cricket y el rugby era rampante. Así, The Sunday Times criticó lo que veía como un «deporte barriobajero visto por barriobajeros en estadios barriobajeros». Pocos querían defender a la chusma y todos los aficionados al fútbol pasaron a ser perfilados como violentos o parias sociales.
Con el aumento de fuertes medidas de represión dentro y fuera de los estadios, la sección dura de los hooligans se volvió aún más violenta con el auge de las firmas,grupos restringidos de choque formados por amigos para evitar la infiltración policial. Así la violencia en masa fue reemplazada por la de bandas pequeñas. Por lo general, los enfrentamientos eran más sangrientos, pues favorecían las navajas; a veces aparecían tarjetas de visita encima de las víctimas anunciando la autoría del ataque, como si ello fuese necesario. El grupo más notorio era el Inter-City Firm del londinense West Ham, cuyos miembros preferían viajar en vagones de primera clase para evitar los Football Specials, trenes baratos que transportaban a los hinchas a los partidos acompañados de policía.
Finalmente, nació la Premier League en 1992, proyecto ideado para frenar la violencia, cambiar la imagen y sanear la base social del fútbol, diluyendo la presencia de un público eminentemente obrero y masculino, para atraer a los estadios a familias y gente de un estrato social superior. La Premier es hoy una liga de lujo, con estadios reformados sin fondos de pie, mucha videovigilancia y numerosas zonas vip. Hasta cierto punto la violencia se ha desplazado a las ligas inferiores. También la violencia se ha adaptado a la nueva realidad: hay pocos incidentes en los estadios pero eso sólo esconde el hecho de que los ultras, a través de la tecnología moderna – internet y móviles-, organizan batallas con el enemigo en lugares con poca presencia policial. De esta forma, en Inglaterra, se mantiene viva una cultura violenta con muchas referencias históricas.
Fuente: La Vanguardia
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